que azota el viento y quema el sol;
la nube, cuando pasa, de lejos me saluda
y tiende el ala a otra región.
Soy en la cumbre signo
de un esperar eterno,
vuelvo los ojos al zafir
y entre lluvias de agosto
y ráfagoas de invierno
no hay primavera para mí.
Ignoro los follajes;
yo nunca de la fuente
tuve la límpida canción,
ni musgos fraternales
que brindar a la frente
de fatigado viajador.
Yo soy como un espectro
que se alzara insepulto,
ángel proscrito de un edén;
en el fondo del alma un afán oculto,
en las entrañas, vieja sed.
Tengo mi planta inmóvil
hundida en la montaña
y una esperanza en el azur,
y me ignoran los hombres,
y nadie me acompaña
en estas cárceles de luz.
Señor, ya que no tengo ni musgo florecido
ni un arroyuelo bullidor
haz que en mis abras forjen
las águilas su nido
y hagan su tálamo de amor.
Mas si ha de ser forzoso
que me aparte del mundo
y del concierto universal,
hazme símbolo eterno,
inmutable y profundo
de la más alta soledad.
(Enrique González Martínez, Plegaria de la roca estéril)
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