Luego, una mañana, no más hormigas. Miró atentamente a su alrededor, y no descubrió una sola. Dejó unas migas en el piso y fue a sus ocupaciones. Cuando volvió, el festín seguía intacto. Sorprendido, presintiendo que había ocurrido algo insólito, salió al jardín. Dió vuelta un terrón, y no vio la agitación habitual. Siguió buscando. Allí y allá encontró algunos ejemplares que vagaban aturdidos, pero eran tan pocos que hubiese podido contarlos. Sin embargo, no había cadáveres. Las hormigas había desaparecido como por arte de encantamiento. Si hubiera conocido la estructura de los hormigueros, hubiese podido descubrir quizá sus cementerios. Lamentó su ignorancia y se resignó a no enterarse.
Nunca resolvió el misterio, pero adivinaba la verdad. Cuando una especie se propaga demasiado, es casi siempre víctima de algún cataclismo. Era posible que las hormigas hubiesen agotado los víveres que habían permitido su crecimiento. Aunque quizá fuera más probable que las hubiese atacado alguna enfermedad. En los días siguientes, sintió, o creyó sentir, un hedor débil, pero penetrante, que atribuyó a la descomposición de aquellos millones de cadáveres.
(George R. Stewart, La tierra permanece)
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