toda
doblé las rodillas,
caí sin rodillas,
me doblé toda sbre
el vacío de los brazos.
Los huesos tiritaban,
la cabeza estallaba
una campana:
todo un astillero
sin navíos,
sólo pabilos de viaje,
toda un etalaje
ebrio de sombras
y sinos,
no sabía más
cuántas primaveras
hacen un cisne,
no sabía
beber de no ser
con las manos en cuenco,
yo era un platito
con la cara redonda
que los gatos lamieron
y huyeron,
un piano con fiebre
en desarticulación nerviosa,
una pátina derretida,
una nada
aturdida
con los caracoles del polvo
sumida en el horizonte.
(Elisabeth Veiga, La pérdida)
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