26.6.09

Otra semana

Hoy es viernes.
Es una de las cosas que sé.
De las muy pocas.
Una vez más termino mi tarea
-esa sorda tarea sin ventanas-
atrapado en un tiempo febril y paralítico.
Un resuello de perros
rastrea mi pisada entre malezas,
por el bosque sin término de cagados espejos
donde perdí la imagen y el reposo,
la soledad y el nombre,
donde me está prohibido detenerme
a buscar mi sortija de misterio,
mi llave de tinieblas y relámpagos,
golpear la puerta de mi antigua casa
y llamar a las vírgenes que duermen
largamente, esperando
sitio, vestido y música,
fiesta de ser mirándose una a otra,
para luego cruzar los siete umbrales
del país más allá de la niebla
donde es el vino pan y pan el vino
y todo la verdad que sólo advierte
la última alcoba angélica del ojo.

Hoy es viernes.
Guardo los instrumentos funerales,
las negras herramientas
de borrar, de talar ojos y alma.
Me quedo aquí, perdido, circundado
de rebaños que tiemblan, se esparcen y reúnen
como una ola ciega.
Con ellos voy y vuelvo y me disperso.
Está cerrada la caverna.
Y allá lejos, el lirio resplandece
con su traje de rey, y no teje ni hila.
El pájaro no siembra ni siega
ni allega en alfolíes.
Y suyos son el trigo de la aurora
y la miel y el rumor de los veranos,
el aire azul y el verde que se junta
a ser el árbol.
Yo tejo oscuridades. Largas telas vacías.
Siembro. Revuelvo arenas. Les confío
granos sin esperanza ni secreto,
puños de sed, de sombra erosionada.

Y éstos me hablan de amor,
Del amor hablan todos.
Amor: negro resuello a lomos de la noche.
O peor: una pobre lágrima azucarada.
¿Amor es este llanto encima de mi carne,
este horror junto al pozo devorador de estrellas,
es esta indiferencia de cadáver?
¿Amor quedarse solo -y más solo que antes-,
amor echar cerrojos
al socavón donde sin lengua vaga el alma?
¿Amor tenderse a oscuras, a morir sin un astro,
sin una sola astilla de sangre iluminada por testigo,
sin raíces que suban
de su negra piscina sin rumores
al aire de este tallo que aguarda su corona
de congregada luz, de música visible?
¿Amor el no saberse de pronto derramado,
amor el no escapar de la caverna
donde la sangre busca su salida,
el puro sol del ojo,
las puntas de sus ramas abriéndose en los dedos,
la ola centellante
de un alto corazón arrebatado?

Ay, no saber quemarse.
No saber ser tomado
a música y a fuego, hechizo y devuelto
al delirio del bólido y su cabello ardiente,
a las primeras pieles de la estrella
y la inauguración de sus perfumes.
Ay, no ser levantado hasta la zarza en llamas
del corazón, hasta la piedra pura
que el golpe del amor en el costado
pone a manar secretos
y abre el ojo ya sabio y deslumbrado.

Ay, y morir. Morir y dar la muerte.
Y sembrar en la noche mi diáspora de lágrimas,
dispersar mi semilla de oscuras inscripciones,
diseminar las bocas destructoras del musgo,
mi linaje de polvo, mi raza de olvidar.
De mí descenderán lenguas baldadas,
lámparas abatidas,
apretadas legiones de exterminio,
inocentes, tristísimas legiones
de abrazos al vacío.
Cisternas desastrosas.
Huecos deshabitados por la música.
Filas de espesas puertas clausuradas
que han perdido la llave,
echadas como tumbas sobre la primavera,
sobre los altos gozos de la luz y los pájaros,
sobre los alimentos celestiales,
sobre la espuma ociosa y amada de las flores.

(Margarita Michelena, de Golpe en la piedra)

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