De Laberinto
Cabe celebrar que Laberinto dedique tan amplio espacio a revisar la política cultural del Estado mexicano, a raíz de la sustitución de Sergio Vela por Consuelo Sáizar en el Conaculta. El artículo de Juan Domingo Argüelles sobre mecenazgos y premios (7-3-2009) aborda aspectos que ya han sido considerados por diversos escritores. Aprovecho sus alegatos para replantear algunos de ellos, con argumentos que debo en parte a colegas como Eduardo Hurtado y otros.
Si entiendo bien, el meollo de la propuesta de Argüelles es éste: conviene “profesionalizar el sistema cultural”, en lugar de “repartir dinero a los escritores y artistas”. A fin de cuentas, todo su raciocinio se limita a exigir que el presupuesto cultural se dedique más a pagar el trabajo de los creadores que a becas y premios. Así que el quid del asunto es una disputa por el reparto del pastel cultural.
No digo esto en son de condena, sino para desbrozar el terreno: en el fondo de todos estos debates está el problema demasiado humano de la subsistencia personal. Si, entre los creadores, este asunto pudiera manejarse conforme a los procesos de intercambio económico normal todo sería más fácil. Finalmente, lo que Argüelles reclama es que los creadores puedan sostenerse de manera semejante a como lo hacen los profesionales liberales. Pero en México no existe el circuito económico cultural que haga posible ese desiderátum; razón por la que, implícitamente, demanda que sea el Estado el agente que lo organice y dinamice.
Aquí se evidencia otro aspecto de fondo: la problemática relación del poeta con su entorno social. Hoy en día, lo que hacen los creadores —aun los mejores— no es realmente necesario para las mayorías. Éstas no pueden vivir sin programas de televisión, pero pueden prescindir de novelas, poemas y obras de arte. Conforme a la visión inmediatista y pancista del hombre mediocre y los nuevos bárbaros que se hacinan en las grandes urbes y malviven en lo que queda del mundo rural, un creador que rebase los límites de la farándula es un ser excéntrico, impertinente cual armiño en carbonería. Al margen de los estropicios que ocasiona la pésima calidad de lo que hacen algunos colegas, en esta era de decadencia, la sociedad no reconoce a las personas ni a las obras de quienes se dediquen a algo que roce la trascendencia de las rosas pellicerianas. No estamos en tiempos auspiciosos para maestros, filósofos, poetas y humanistas.
La crisis que ahora cimbra a la economía global corre en medio de un movimiento decadente, por el que las élites se han barbarizado y arrastran a las demás clases y grupos sociales a la barbarie cultural y moral. Ya no hay una alta cultura viva ni una verdadera cultura popular; abundan, sí, mediocres manifestaciones con pretensión artística al socaire de una industria, un mercado y una idea flácida de cultura (“Todo lo hecho por el hombre, al despegar de la naturaleza indiferente”). Por eso impera la tendencia a tasar la labor del poeta según el vulgar criterio de los costos y los beneficios económicos que implica. Esto comporta una suerte de suicidio cultural, en la medida en que se tiende a preterir las tradiciones artísticas y literarias en que se cimientan nuestras sociedades y se equiparan valores económicos con valores cualitativos que, cuando están bien logrados, suponen una riqueza más vital y duradera que las minas de oro o los pozos petroleros. Si algo deja México a la posteridad no son unos lingotes de metal precioso o unos millones de barriles de hidrocarburo, sino obras como Primero sueño de Sor Juana, Pedro Páramo de Juan Rulfo y Muerte sin fin de Gorostiza. Los alegatos de Gabriel Zaid en pro de la exención de impuestos a los libros prueban, de modo inmejorable, la importancia metaeconómica de éstos.
Según se ve, el asunto de la subsistencia de los artistas remite a una política cultural integral, que a su vez se encuadre en un proyecto humanista de nación (reconsiderando críticamente estos vetustos conceptos). Las estructuras, programas y actividades del ramo deben responder al orden cultural que decidamos darnos.
Éstas son las coordenadas que encuadran el debate cíclico sobre el financiamiento público de la cultura. Ya situados en ellas, se observan dos clases de creadores: unos que pueden ejercer de manera más autárquica su vocación y otros que necesitan más respaldo oficial. Argüelles introduce en este sector una disyunción: por un lado, los premios y mecenazgos; por el otro, los estipendios por obras y labores realizadas. En México es casi imposible hallar autores que se ciñan en puridad a una sola de estas opciones; lo que prevalece es la combinación de fuentes de ingresos. Por eso me parece endeble el discurso de Argüelles contra lo que él llama “mecenazgo”: según el modo tan lato con que maneja esta noción, su propuesta también se inscribe en esa práctica, pues reclama una vía específica de retribución de su labor intelectual con dineros del pueblo.
En sentido estricto, el mecenazgo no es una desinteresada dádiva —palabra que usa Argüelles— para la manutención de un creador. Con la famosa finca que regala a Virgilio, Mecenas refrenda la inserción del poeta en el mundo de vida de la aristocracia romana y en el proyecto político de César Augusto, al precio de una poesía apologética y aun mercenaria. Esa transacción se repite, en lo esencial, en el caso de Horacio. Es lícito hablar de “mecenazgo”, por extensión, para aludir a los programas oficiales de becas y otros apoyos; pero es obvio que, hoy, ese vocablo no connota una renuncia a la libertad creativa de quien reciba subvenciones del Estado, conforme a reglas claras de aplicación controlada por la sociedad.
Que Mecenas y, con él, Augusto apoyaran a poetas probados (“talentosos”) tiene relevancia en un sentido diferente al que le adjudica Argüelles. Virgilio no era aristócrata y Horacio era muy pobre, pero se educaron en las muy cultas escuelas en que se formaba la élite romana. Su talento tenía estrecha relación con este dato y con los valores estéticos vigentes en su tiempo. Todo esto vale como contraste con el deplorable estado de nuestras instituciones de enseñanza, incluidas las más elitescas. Los sistemas educativos del presente son fábricas de barbarización, junto con los medios de comunicación. No es cierto que los apoyos del Conaculta, INBA, INAH y afines en los estados apuntan a “hacer artistas”, de gente que “reúna ciertos requisitos administrativos”, como afirma Argüelles; pero, de cara a la parte de verdad que podría tocar a su argumento —la que concierne a los jóvenes creadores— no hay nada de objetable en el virtual intento del Estado por enderezar los graves entuertos culturales generados por el aparato escolar y los medios.
La génesis y continuidad de las culturas clásicas siempre se sustentó en algún avatar del poder (príncipes, sacerdotes, instituciones como la Iglesia, mercaderes...) Es falso —como sostiene Argüelles, siguiendo a Monterroso— que Horacio habría alcanzado la prominencia que se le conoce, con independencia de su inserción en el establishment romano. Tan sólo hay que pensar en la cantidad de grandes talentos que el molino de la historia cultural ha triturado, por el simple hecho de no contar con el apoyo de algún poderoso. En los tiempos modernos, el creador entra en el circuito de intercambios que tiene al capital como eje; pero esa novedad histórica no lo libera del hambre. El mercado no tiene criterio estético y sólo impulsa el arte que dé dinero. Por eso, las comunidades artísticas de los últimos 200 años son hervideros de intrigas, adulaciones y trapicheos —junto con casos de eremítica consagración a la labor creativa— conforme a los que se deciden ediciones, exposiciones, manutenciones, reconocimientos y aun canonizaciones. Por eso, también, allí donde los circuitos de intercambio económico-cultural no son lo bastante amplios y dinámicos —como es nuestro caso— los poderes públicos se vean obligados a tomar cartas en el asunto, por razones de simple sobrevivencia cultural.
La alternativa propuesta por Argüelles a lo que llama “mecenazgo” es una imprecisa profesionalización de la labor del poeta. Entiendo que, aquí, “profesionalización” se dice del Estado que permita al creador vivir de su “profesión”, es decir, del solo ejercicio de su vocación. Pues bien: en este país eso no es posible, si no es de resultas de alguna liga del artista con alguna instancia de poder. Aquí no se ha formado una fuerte economía cultural, no existe un amplio y sólido mercado del libro, la cantidad de lectores es ínfima, la gran mayoría de los capitalistas ni siquiera se entera de las potencialidades económicas de la cultura... En fin: sólo refiero algunas realidades que ya han mostrado con claridad y fundamento intelectuales como Sabina Berman. La actual recesión agrava las secuelas negativas de esos hechos, sobre todo en lo que toca a la industria editorial y las diversas artes. Así, según los indicios a la vista, aquí la única manera de poder vivir del ejercicio de la “profesión” de creador consiste en recibir apoyos de algún ente de poder público. Por lo demás, tras el fracaso total de las políticas neoliberales, mal que bien, nos guste o no —y no es lo que más me gusta—, el viejo Estado mexicano vuelve a ser la tabla de salvación de la economía y la cultura.
Dejando de lado todo esto, Argüelles cifra en la supuesta prescindencia de apoyos públicos la “modernización de la cultura”. No explica qué entiende por “modernización”. Puede estar hablando de lo hodierno, por contraste con lo antiguo, o de unos valores definidores de una era. ¿Se refiere, acaso, a la labor casi proletaria, a la que se refería Valéry, por la que el poeta recibe un salario, conforme a relaciones despersonalizadas? En eso, las burocracias gubernamentales no se diferencian de las empresariales. Ambas responden a una racionalidad abstracta, que ignora lo que de humano comporta el trabajo de cualquier persona, incluidos los artistas. No comparto el culto por lo moderno per se, máxime cuando hoy eso puede consistir en negar valores como la dignidad del acto creativo, en favor de la lógica burocrática y la del mercado. Esto explica el surgimiento del actual artista empresario, más dado a plegarse a estas lógicas que a proponer reales innovaciones en el plano de la expresión artística. En México, al menos, hoy parece más probable una búsqueda radical de opciones expresivas alternas, a partir de una actuación crítica y creativa en instancias públicas. Y, en el seno de éstas, la despersonalización moderna de las relaciones laborales se da mejor en procesos sujetos a normas y controles (asignación de becas y apoyos) que cuando se adjudican comisiones de manera discrecional y sin transparencia o cuando se ejerce una misericordia premoderna, en casos de desamparo extremo.
Recordemos: el punto es la subsistencia de los creadores en México. ¿Cuál es su situación económica? Sé que, en su mayoría, quienes están condenados a la célebre urgencia rilkeana de escribir carecen de ingresos suficientes y estables, así como de un mínimo amparo ante emergencias de salud o de otra índole. Casi ningún escritor mexicano vive de sus libros y artículos. Como dice Argüelles, el escritor de casta elaborará su obra sin apoyos externos, aunque no sin unas condiciones mínimas. Una genuina vocación puede con todo, es cierto. Lo que no entiendo es por qué no se tiene en cuenta esta verdad de cara a todas las vocaciones y se quiere condenar a los artistas a un heroísmo ascético evitable.
También es cierto que un creador puede vivir a lo Wallace Stevens, como burócrata empresarial, a lo Gorostiza, como burócrata público, o dando clases y conferencias, publicando artículos, corrigiendo pruebas, aventurando premios y tantas otras posibilidades. En principio, todas me parecen legítimas. No hay dineros mejores y peores per se. Depende de la integridad moral e intelectual de cada quien el uso de recursos procedentes de fuentes socialmente aceptadas. Pero es igualmente verdadero que no todos los creadores están vocados a hacer negocios, ejercer la docencia, cabildear canonjías y actividades semejantes, con el fin de poder escribir. Esto justifica que una instancia pública, neutral en lo que cabe, como el Estado, garante de un proyecto humanista, intervenga en pro de la continuidad de un bien social transtemporal, como son las obras artísticas y literarias.
En ese plano se colocan las becas y certámenes que auspician el FONCA y dependencias afines en los estados y municipios. Tiene razón Argüelles cuando censura el afán descomedido de algunos colegas por cazar premios, así como las tendencias anexas a vivir sólo de becas y estipendios. Concuerdo en condenar la desmesura, no un justo medio en el aprovechamiento responsable, transparente, libre y productivo de unos dineros que son de todos. Los vicios en el uso de un bien no anulan la condición positiva de éste. Tienen gracia ciertas hipocresías sobre la disyuntiva de vivir en el presupuesto o vivir en el error, cuando en países como el nuestro nadie puede ser el primero en tirar la más mínima guija contra nadie en ese punto. Así como abundan las malas mañas en lo que toca a subvenciones y premios, no están exentas de ellas muchos de quienes aspiran a que se les pague bien por entregar un libro o ser jurado de algún concurso (la apuesta de Argüelles). Por lo demás, la casuística del mal no basta para deslegitimar ninguna opción, que en principio está sujeta a la buena fe y a las buenas prácticas de sus beneficiarios y, de ese modo, funciona bien. No veo razones, por tanto, para descalificar dispositivos neutros, como el Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) y sus similares, que generan buenos resultados en mayor cuantía que malos, con el ingenioso retruécano que lo acusa de ser la supuesta causa de “la cultura de la mediocridad, en medio de la mediocridad de la cultura”.
Así que el momento es propicio para romper alguna lanza en favor del SNCA, visto como un dispositivo destinado a encauzar vocaciones literarias y artísticas, en un contexto hostil, económicamente deprimido y decadente. A reserva de una seria evaluación —que haría bien en emprender la nueva administración junto con miembros de la comunidad artística—, sobran indicios para afirmar que se trata de un programa altamente positivo. Conviene, pues, dar el paso de consolidarlo como sistema coherente, reestructurándolo de manera análoga —no idéntica— al modelo del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), imposible de detallar aquí.
Nada justifica la existencia de facto de dos comunidades: la de los investigadores, a la que sí se le reconoce relevancia decisiva para el futuro del país, y la de los creadores, a la que se le niega sin fundamento ese estatus, por lo que apenas se la tolera y se la respalda con recursos que no alcanzan para superar el raigal estado de desamparo de muchos de sus integrantes.
Josu Landa
2 comentarios:
Oye Luda, pásame tu teléfono, me gustaría encontrarte pronto, excelentes argumentos de Josu Landa y de Enrique González Rojo,
¿Somos mafia? Psss... eso nunca se sabrá pero quiero verte y conversar un poco, te late?
Marcos García Caballero
Gracias Marcos. Nos echamos un café ¿no? Escríbeme a mi correo: luda76@yahoo.com.mx
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