¡Bagatela! –dijo Juan mentalmente. –Veamos, ensayemos, –repuso súbitamente el arcediano: –si lo logro, veré brotar la chispa azul de la cabeza del clavo. –¡Emen-Hetan!, ¡Emen-Hetan! –No es esto. –¡Sigeani!, ¡Sigeani! –Abra este clavo la tumba a quien quiera que se llame Febo… –Maldición!, ¡siempre y eternamente la misma idea!
Y arrojó colérico el martillo; luego se hundió tan profundamente en su poltrona y sobre la mesa, que Juan le perdió de vista detrás del enorme respaldo; durante algunos minutos no vio más que su puño convulso, crispado sobre los pergaminos. De pronto levantóse don Claudio, cogió un compás, y grabó sin decir palabras sobre la pared en letras mayúsculas esta palabra griega:
ANANKE
–Mi hermano ha perdido la chaveta –dijo Juan para sí: –más sencillo hubiera sido escribir: “Fatum”, no todos tienen obligación de saber el griego.
Volvió el arcediano a sentarse en su poltrona, y apoyó la cabeza sobre sus manos como un enfermo cuya cabeza abrasada pesa como un plomo.
El estudiante observaba con mucha sorpresa a su hermano. Ignoraba el alegre muchacho, acostumbrado como suele decirse a llevar el corazón en la mano, a no observar otra ley en el mundo más que la ley lesa y llana de la naturaleza, a dejar correr las pasiones por sus declives naturales, y en cuya alma siempre estaba seco el lago de las grandes pasiones, tantas y tan anchas atarjeas abría en él todos los días, ignoraba, decimos, con cuánta furia hierve y fermenta el mar de las pasiones humanas cuando se le cierra toda salida; cómo se amontona, se hincha y revienta; cómo corre el corazón, cómo estalla en sollozos interiores y sordas convulsiones, hasta que rompe sus dique y deshace su fondo. La austera y glacial corteza de Claudio, aquella fría superficie de virtud escarpada e inaccesible, siempre había engañado a Juan: el festivo estudiante nunca había pensado cuánta lava ardiente, furiosa y profunda hierve bajo la nevada frente del Etna.
No sabemos si se dio cuenta a sí mismo l estudiante en aquel punto de todas estas ideas; pero calavera como era, bien conoció que había visto lo que no debía ver, que acababa de sorprender el alma de su hermano mayor en uno de sus más íntimos secretos, y que era menester que Claudio no lo supiera jamás. Viendo pues que el arcediano había vuelto a caer en su primera inmovilidad, retiró con mucho tiento la cabeza y metió algún ruido de pasos detrás de la puerta como persona que llega y advierte que se va acercando.
(…)
–¿Quién es, –repuso el arcediano, –un tal Maite Fardel a quien habéis desgarrado la sotana, “Tunicam Desgarraverut”, como dice la queja?
–¡Ah, bah!, ¡una miserable caperuza de Montaigu!
–La queja dice “tunicam” y no “cappettam”. ¿Sabéis latín?
Juan no respondió.
–Sí –prosiguió el sacerdote meneando la cabeza; –¡he aquí el estado de los estudios y de las letras en el día! La lengua latina apenas se entiende, la siriaca no se conoce, y la griega es a tal punto odiosa que no es prueba de ignorancia en los más doctos, saltar por encima de una palabra griega sin leerla y decir “graecum est, non legitur”.
Alzó los ojos intrépido el estudiante. –Queréis, señor mío, que os explique en buen francés esa palabra griega escrita en la pared?
–¿Qué palabra?
–Ananke
Extendiese un ligero carmín por las redondas mejillas del arcediano, como la bocanada del humo que revela las secretas conmocione del volcán. Apenas lo notó el estudiante.
–Vamos, Juan, –dijo en voz balbuceante el hermano mayor –¿qué quiere decir esa palabra?
–FATALIDAD.
Y arrojó colérico el martillo; luego se hundió tan profundamente en su poltrona y sobre la mesa, que Juan le perdió de vista detrás del enorme respaldo; durante algunos minutos no vio más que su puño convulso, crispado sobre los pergaminos. De pronto levantóse don Claudio, cogió un compás, y grabó sin decir palabras sobre la pared en letras mayúsculas esta palabra griega:
ANANKE
–Mi hermano ha perdido la chaveta –dijo Juan para sí: –más sencillo hubiera sido escribir: “Fatum”, no todos tienen obligación de saber el griego.
Volvió el arcediano a sentarse en su poltrona, y apoyó la cabeza sobre sus manos como un enfermo cuya cabeza abrasada pesa como un plomo.
El estudiante observaba con mucha sorpresa a su hermano. Ignoraba el alegre muchacho, acostumbrado como suele decirse a llevar el corazón en la mano, a no observar otra ley en el mundo más que la ley lesa y llana de la naturaleza, a dejar correr las pasiones por sus declives naturales, y en cuya alma siempre estaba seco el lago de las grandes pasiones, tantas y tan anchas atarjeas abría en él todos los días, ignoraba, decimos, con cuánta furia hierve y fermenta el mar de las pasiones humanas cuando se le cierra toda salida; cómo se amontona, se hincha y revienta; cómo corre el corazón, cómo estalla en sollozos interiores y sordas convulsiones, hasta que rompe sus dique y deshace su fondo. La austera y glacial corteza de Claudio, aquella fría superficie de virtud escarpada e inaccesible, siempre había engañado a Juan: el festivo estudiante nunca había pensado cuánta lava ardiente, furiosa y profunda hierve bajo la nevada frente del Etna.
No sabemos si se dio cuenta a sí mismo l estudiante en aquel punto de todas estas ideas; pero calavera como era, bien conoció que había visto lo que no debía ver, que acababa de sorprender el alma de su hermano mayor en uno de sus más íntimos secretos, y que era menester que Claudio no lo supiera jamás. Viendo pues que el arcediano había vuelto a caer en su primera inmovilidad, retiró con mucho tiento la cabeza y metió algún ruido de pasos detrás de la puerta como persona que llega y advierte que se va acercando.
(…)
–¿Quién es, –repuso el arcediano, –un tal Maite Fardel a quien habéis desgarrado la sotana, “Tunicam Desgarraverut”, como dice la queja?
–¡Ah, bah!, ¡una miserable caperuza de Montaigu!
–La queja dice “tunicam” y no “cappettam”. ¿Sabéis latín?
Juan no respondió.
–Sí –prosiguió el sacerdote meneando la cabeza; –¡he aquí el estado de los estudios y de las letras en el día! La lengua latina apenas se entiende, la siriaca no se conoce, y la griega es a tal punto odiosa que no es prueba de ignorancia en los más doctos, saltar por encima de una palabra griega sin leerla y decir “graecum est, non legitur”.
Alzó los ojos intrépido el estudiante. –Queréis, señor mío, que os explique en buen francés esa palabra griega escrita en la pared?
–¿Qué palabra?
–Ananke
Extendiese un ligero carmín por las redondas mejillas del arcediano, como la bocanada del humo que revela las secretas conmocione del volcán. Apenas lo notó el estudiante.
–Vamos, Juan, –dijo en voz balbuceante el hermano mayor –¿qué quiere decir esa palabra?
–FATALIDAD.
(Víctor Hugo, fragmento del sexto capítulo de Nuestra Señora de París)
3 comentarios:
FELICIDADES!!!
¡Muchas JJJJJelicidades!
Agradezco :)
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