Durante los primeros años los padres, criándolos, se imponen: "Que no llore el niño, que no se caiga, que no ame porque tememos la fatal herida". Olvidamos, dice mi madre, que nacemos llorando y llorando lloramos la vida; que nos caemos muchas veces porque nuestros padres nos han enseñado a levantarnos y que amamos muy pocos vínculos. Mientras cuidamos a los hijos, añade mi madre, los papás, las mamás y las mapás, multitudinarias hoy en este país, seguimos creciendo. No nos damos cuenta pero nos elevamos hasta transformarnos en árboles grandes y frondosos. Tan imponentes que cobijamos al mundo en nuestra sombra; la misma copa, casi impenetrable, que no permite que nada crezca bajo nosotros; ni siquiera los pequeños brotes salidos de las yemas de nuestro tronco.
Por eso los hijos deben llenarse de muchos vientos para irse a sembrar lejos, muy lejos y en soledad enfrentar lluvias y sequías hasta devenir árboles grandísimos y hermosos. Llegará el día en que, altos como se han vuelto, miren hacia atrás, a la copa silenciosa de los padres, y se percaten que el follaje de vástagos y progenitores se mueve paralelo al de los árboles del bosque. Y así por los hijos de los hijos.
(Zyanya Mariana Mejía Ascencio, de Bollitos y cuentos para una niña)